Dicen que para ganar hay que
arriesgar… Para hallar nuevos caminos en el arte también tenemos que arriesgar… olvidar lo conocido y partir de cero en cada creación.
Experimentar constantemente, estar abiertos, receptivos a lo que el cuadro
quiere comunicarnos. Algunas veces ocurre que estamos tan obcecados en una idea
de lo que queremos conseguir, que nos cerramos al diálogo del cuadro y al mismo
tiempo negamos la propia personalidad de
la obra que quiere nacer. ¿Cómo nos
podemos dar cuenta de ello? Pues en alguna ocasión me ha ocurrido estar
pintando sobre el cuadro colores perfectamente compatibles y al mirar el cuadro ver que este los está rechazando. Esto
parece bastante absurdo, pero así es. Lo miras, lo vuelves a mirar, no lo
entiendes… pero percibes que el cuadro quiere otros colores. ¿Cuáles? Pues no
lo sabemos, ahí está el enigma de la cuestión. Aquí comienza un proceso de
búsqueda: pruebas un color, después otro… y así tantas veces hasta que algo en
tu interior te dice que está mejor. Tengo
que decir que me he encontrado con algún cuadro que realmente ha sido muy
caprichoso, en cuanto al color se refiere y que me ha costado mucho ajustarlo a
sus necesidades y en algún que otro, me he quedado a medio camino, sin
conseguirlo.
Otras veces al ir escuchándole,
mirándole… nos hace rectificar su estructura o composición, no importa, lo que
haga falta. Si hay que rectificar se rectifica una vez o las que sean
necesarias. Este proceso también se repite en composiciones que han sido poco
elaboradas en boceto y al estar poco estructuradas e inacabadas, porque quizás
la idea todavía no ha madurado del todo, se producen más cambios que en otras
ocasiones para poder rehacerlo, dejando alguna que otra cicatriz, de alguna que
otra operación de rectificación. Tengo cuadros que si los miras muy de cerca
las percibes y en otros hasta podrían tocarse con la mano por su relieve. Este
efecto puede agravarse más si la rectificación resulta insuficiente y
finalmente derruimos su estructura aprovechando tan sólo unos pocos rasgos
iniciales, por ser sus trazos más
gruesos o por tener ya varias capas de rectificaciones. También las personas
tras el paso de la vida vamos acumulando
cicatrices, bien sea en el cuerpo o en el alma; así que tampoco debemos valorarlas
como algo feo, sino como un proceso que ha sido necesario
para salvar o hacer madurar nuestra
obra.
El artista explorador no sabe
bien que es aquello que busca, pero si sabe distinguir cuando lo que tiene delante no le satisface y
ahí empieza su andadura de constantes cambios en un mismo cuadro, en un hacer y
deshacer constante y a veces compulsivo y obsesivo hasta que queda satisfecho del resultado que obtiene o se rinde porque
siente que ya no puede ir más allá. Muchas veces llega al límite y la obra que
tiene entre manos se debate entre ser acabada o derruida por una versión o tema
nuevo, de mejor resolución. Es un inconformista
nato, pues no se conforma con el primer resultado si en sus entrañas algo le
dice que se puede mejorar y es un rebelde, porque se rebela ante las
dificultades que le ofrece la obra y lucha con todas sus fuerzas por salvar
cada una de ellas.
Ni que decir tiene que esta forma
de abordar el trabajo es muy laboriosa, ya que algunas veces antes de finalizar
una tela, esta ha vivido en si misma cuatro o cinco versiones, a veces bastante
diferentes unas de otras. También requiere valor. Sí, valor para cuando después
de mucha lucha se llega a un resultado
aceptable - pero no siendo todavía satisfactorio-
se va en busca de lo desconocido,
sabiendo que se arriesga a perder todo el esfuerzo que ha invertido hasta aquel
momento y que no es poco.
El artista explorador pocas veces
queda satisfecho totalmente, pero finaliza sus obras porque reconoce sus
límites y sabe que obra tras obra su arte mejora y para ello es importante
empezar otras. Es alguien que sin saberlo ni proponérselo quizás pueda abrir
nuevos caminos.